Post Travolta y pre Soda Stereo, la década del ochenta acarició las calles de Buenos Aires como una lamida de silencio.
Desde hacía años el país estaba encadenado, amordazado por una invasión militar perpetrada por los propios militares argentinos.
Ocultos en edades mínimas que lo libraban de toda sospecha, la nueva generación crecía atesorando discos de vinilo que habían pertenecido a los hermanos mayores.
No sabíamos, claro, que la historía nos iba a arrojar a muchos de nosotros por un tobogán cruel cuyo destino era una guerra, Malvinas...
Hasta ese momento sentíamos en plena oscuridad cómo miles de cuerpos eran arrojados por las bocas negras de los centros clandestinos de detención y tortura. Arrojados a esa zona ambigua y desesperante que es la "desaparición".
Después de 1982 comenzaron a llegar otros cuerpos. Los mutilados, fragmentados de la guerra.
"Sólo le pido a Dios", cantaba León Gieco por aquel entonces.
Mientras, la generación de los ochenta crecía entre esquirlas y cercenamientos.
"Sólo le pido a Dios", cantaba León Gieco por aquel entonces, cuando nosotros, sin saber ya a quien pedirle, comenzamos a hacer por nosotros mismos. Rompiendo cascarones y algunos huevos.
Los ochenta, se habían puesto en marcha.
Bienvenidos a este espejo retrovisor de una generación que no quiere olvidar la tristeza pero tampoco las caricias.
domingo, agosto 14, 2005
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario